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En el principio de los tiempos el Verbo reposaba en el seno de su Padre en lo más alto de los cielos: allí era la causa, a la par que el modelo de toda creación. En esas profundidades de una incalculable eternidad permanecía el Niño de Belén. Allí es donde debemos datar la genealogía del Eterno que no tiene antepasados, y contemplar la vida de complacencia infinita que allí llevaba.
La vida del Verbo Eterno en el seno de su Padre era una vida maravillosa y sin embargo, misterio sublime, busca otra morada en una mansión creada. No era porque en su mansión eterna faltase algo a su infinita felicidad sino porque su misericordia infinita anhelaba la redención y la salvación del género humano, que sin Él no podría verificarse.
El pecado de Adán había ofendido a un Dios y esa ofensa infinita no podría ser condonada sino por los méritos del mismo Dios. La raza de Adán había desobedecido y merecido un castigo eterno; era pues, necesario para salvarla y satisfacer su culpa que Dios, sin dejar el cielo, tomase la forma del hombre sobre la tierra y con la obediencia a los designios de su Padre, expiase aquella desobediencia, ingratitud y rebeldía.
Era necesario en las miras de su amor que tomase la forma, las debilidades e ignorancia sistemática del hombre, que creciese para darle crecimiento espiritual; que sufriese, para morir a sus pasiones y a su orgullo y por eso el Verbo Eterno ardiendo en deseos de salvar al hombre resolvió hacerse hombre también y así redimir al culpable.